Llevaban veinte años casados..
No había conocido a nadie igual, tenía la piel suave, que al rozarla se resbalaba junto a la suya. Habían pasado muchos años juntos, pero eso no importaba, aquella noche descubrió que cada día se acoplaba mejor a su cuerpo, en el que no había espacio para nada más, y en el que podía asombrarse mirando sus ojos, los cuales eran más amplios en su mirada y tibios en su calidez.
Había descubierto, que no le importaba, ni se fijaba en sus pequeñas imperfecciones, es como si desfocara la vista, y sólo quedara lo importante; -su dulce piel-, aquella que la hacía sentir segura, tierna, y con un gran amor que rebosaba de una manera perpleja por los poros de su piel.
Había descubierto el calor que emitía aquella piel, el sonido del roce con sus manos unidas, las cuales, complementaban a su cuerpo que se entrelazaba al completo. Sin darse cuenta, respiraban a la vez: profundo, lento y a un mismo ritmo, (puede que esto fuera a consecuencia de los años). Pero sólo se oía una respiración..
Acostados en la cama, como tantísimas veces a lo largo de los años, él la miró de nuevo, quizás buscando alguna nueva arrugita, marcada por los años, para él, no era algo feo, era una nueva visión madura de su mujer, que le gustaba cada vez más. Era porque la quería.
La miraba, y con su dedo índice, lo pasaba despacio y suave por el contorno de sus labios, el cual ahora se paraba en su hemisferio, jugoso y rosado, los mismos labios de los cuales se había enamorado a los veinte años, quizás, en realidad, estaban algo más secos por la edad, pero él no lo veía, sólo veía que eran unos labios apetecibles, y esponjosos, eran suyos, nadie se los podía arrebatar, porque era su derecho y su amor.
Ella tenía los ojos cerrados, y al abrirlos, pasó igualmente sus deditos, ahora un poquitos más inflamados por la edad, pero igual de suaves por sus mejillas, eso le daba una sensación familiar y placentera inigualable con nada en el mundo.
Y entre miradas, caricias, y apenas palabras, su mundo se convertía en grandioso y poderoso, porque en el fondo de su ser, ello sabían que nunca desearían vivir en ningún otro lugar.
No había conocido a nadie igual, tenía la piel suave, que al rozarla se resbalaba junto a la suya. Habían pasado muchos años juntos, pero eso no importaba, aquella noche descubrió que cada día se acoplaba mejor a su cuerpo, en el que no había espacio para nada más, y en el que podía asombrarse mirando sus ojos, los cuales eran más amplios en su mirada y tibios en su calidez.
Había descubierto, que no le importaba, ni se fijaba en sus pequeñas imperfecciones, es como si desfocara la vista, y sólo quedara lo importante; -su dulce piel-, aquella que la hacía sentir segura, tierna, y con un gran amor que rebosaba de una manera perpleja por los poros de su piel.
Había descubierto el calor que emitía aquella piel, el sonido del roce con sus manos unidas, las cuales, complementaban a su cuerpo que se entrelazaba al completo. Sin darse cuenta, respiraban a la vez: profundo, lento y a un mismo ritmo, (puede que esto fuera a consecuencia de los años). Pero sólo se oía una respiración..
Acostados en la cama, como tantísimas veces a lo largo de los años, él la miró de nuevo, quizás buscando alguna nueva arrugita, marcada por los años, para él, no era algo feo, era una nueva visión madura de su mujer, que le gustaba cada vez más. Era porque la quería.
La miraba, y con su dedo índice, lo pasaba despacio y suave por el contorno de sus labios, el cual ahora se paraba en su hemisferio, jugoso y rosado, los mismos labios de los cuales se había enamorado a los veinte años, quizás, en realidad, estaban algo más secos por la edad, pero él no lo veía, sólo veía que eran unos labios apetecibles, y esponjosos, eran suyos, nadie se los podía arrebatar, porque era su derecho y su amor.
Ella tenía los ojos cerrados, y al abrirlos, pasó igualmente sus deditos, ahora un poquitos más inflamados por la edad, pero igual de suaves por sus mejillas, eso le daba una sensación familiar y placentera inigualable con nada en el mundo.
Y entre miradas, caricias, y apenas palabras, su mundo se convertía en grandioso y poderoso, porque en el fondo de su ser, ello sabían que nunca desearían vivir en ningún otro lugar.